Es un negocio. Eso está claro. Las patentes y su sistema de registro comenzaron hace más de cinco siglos en Italia con la finalidad de proteger una invención, una idea, otorgando una defensa legal y beneficio económico a su creador con el principal objetivo de, primero, recuperar la inversión para llegar hasta ella, y segundo, costear nuevas investigaciones. Pero el tiempo ha pasado, y los objetivos económicos de la sociedad en la que vivimos, impuestos por un filosofía de más al menor coste posible, sin importar las consecuencias, han redirigido el rumbo hacia una mentalidad más conformista y conservadora, del tipo “me estoy forrando con esto, y lo exprimiré hasta que no quede nada de ello”.
Pero el problema aparece cuando mantener esta política redunda en una limitación al desarrollo. No todas las personas, grupos, empresas u organismos con ánimo de innovar se pueden permitir pagar precios desorbitados por utilizar descubrimientos intermedios para alcanzar su objetivo. ¿Y cuál es el resultado final al que llegan? La cancelación. Vale, está bien que si tienes una idea, y te ha costado un esfuerzo considerable, quieras obtener un beneficio para compensarlo. Pero, ¿hasta cuándo? ¿No existe un límite a partir del cual debería “liberarse” su utilización? Creo que si la respuesta es no, es un camino equivocado.
En las empresas farmacéuticas podríamos tener la excepción, muy a su pesar, donde el límite de explotación exclusiva se limita a 8 años. También es cierto que en realidad serían 20, si no fuera porque desde el momento que se solicita la patente hasta que se distribuye el producto, pasan unos 12 años. Pero, como organizaciones “buitres” que buscan beneficio al coste que sea necesario, siempre encuentran y encontrarán las argucias necesarias, por muy mezquinas que sean, para continuar lucrándose. Por ejemplo, modificar ligeramente el medicamento inicial, cuando está a punto de expirar el plazo, para poder prorrogar la patente otros 20 años más. Sí, eso está pasando, y tienen suficiente poder económico para que no haya país en el mundo que les detenga. Es lo que tiene nuestro maravilloso sistema capitalista. Pero no desviaré hacia esos derroteros el texto, porque no va de ello la entrada de hoy.
Vamos con otro ejemplo. La tecnología. El otro día leí una noticia que me pareció tan indignante como ridícula. Recientemente, la empresa Amazon ha patentado algo que definieron en la Oficina de Patentes y Marcas de Estados Unidos (USPTO) como “Arreglo de estudio”. ¿Sabéis en qué consiste? Pues simple y llanamente en hacerse una foto encendiendo unas luces delanteras, luego unas traseras y sobre un fondo blanco disparar con la cámara fotográfica. Sí, habéis leído bien. Algo tan simple, elemental, común, a partir de ahora deberá contar con el permiso y el consecuente pago económico hacia la empresa americana. ¿Qué interés existe en esto, de nuevo?: el económico. Imaginar que se os ocurre un nuevo sistema de iluminación para hacer fotos, con un resultado fabuloso, nunca antes visto, pero que como paso intermedio, o como apoyo, utiliza el método antes mencionado. Pues tendríais que pagarle a Amazon. Y si no lo podéis hacer, por falta de medios, por ejemplo, vuestra revolucionaria idea, no verá nunca la luz. Así funciona este circo.
En 1993, alguien patentó el método para que los gatos hicieran ejercicio, haciéndolos perseguir un puntero laser proyectándolo sobre la pared. En 2002, un niño patentó el balanceo en círculos, de un columpio. En 2005, Microsoft patentó el doble click para utilizar en los ordenadores. Y podría seguir mencionando infinidad de patentes ridículas, pero no creo que sea necesario. Es evidente que hemos llegado a un punto en el cual la creatividad y la innovación se han visto superadas por el objetivo económico. Vivimos en un mundo tremendamente materialista en el cual todo vale. Es una mentalidad cortoplacista: no importa que nuestros actos tengan una ética dudosa. No importa que la repercusión sea efímera. Lo que importa es el “ahora”, y el “para mí”. Y tarde o temprano, lo pagaremos todos (algunos ya lo están pagando), a un precio demasiado caro.
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